Un morro que se lo pisan

Son bastantes las empresas con «un morro que se lo pisan», como suelen decir los jovenes por España. Está bastante claro que el empresario sabe y debe saber cuidarse; y en ese cuidarse va implícito el no funcionar con criterios excesivamente píos ante sus trabajadores. Este diagnóstico de la relación capitalista trabajador está perfectamente estudiado en Carlos Marx, incluídos los efectos alienantes de la producción capitalista, sobre todo en la segunda mitad del XIX, teniendo en cuenta que la suavización de estas relaciones no se ha debido tanto a la generosidad empresarial cuanto al esfuerzo continuado del pensamiento social que tanto debe a Marx y donde tanto queda por hacer, aunque sea por medios pacíficos. Lo estamos viendo en la crisis actual: cómo se barre más para el empresario que para el trabajador, al que sólo interesa a veces mantener para que siga trabajando y consumiendo.
Pero lo que yo quería señalar aquí como algo quizá menos tenido en cuenta es cómo la empresa también lesiona con muchísima frecuencia los intereses de sus clientes, sean bancos, operadoras de telefonía, dispensadoras de energía, constructoras, por citar las que más alegremente se mueven en este sentido. Aquí la atención al cliente es nefasta; su superioridad a la hora de pactar totalmente descarada, su libertad para hacer y deshacer insultante. Sería necesario fortalecer las medidas para protección del cliente o del usuario y restringir esta libertad de movimientos y altanería que desgraciadamente muchos nos vemos obligados a padecer «con el rabo entre las patas», como se dice por acá. Tales empresas reducen por todos los medios costes, suprimen personal alegremente, sustituyen cabezas y extremidades humanas por computadoras, pero jamás reducen su precios u hacen ofertas siempre doblemente ventajosas para ellas, llenándose descaradamente los bolsillos un montón de consejeros y otros puestos aledaños.
Y la humanidad, sin conciencia ninguna de la cuestión, o alienada sin salir nunca a la calle, al menos a mostrar su desacuerdo; la inmensa mayoría alienada, con sus chismes electrónicos, o sucedáneos, sin reaccionar: que nos alargan la vida de una Central Nuclear vetusta, da igual: «de algo hay que morirse»; que me potrean con el servicio adsl: bueno, ya me lo arreglarán y entonces navegaré por internet hasta hartarme y olvidarme de lo desaprensivos que son.
Uno a uno algo podemos hacer, pero unidos, si se convocan las pertinentes manifestaciones, seremos capaces de demostrarles que no estamos en babia, que somos una fuerza de peso, que se nos pueden ocurrir cosas y que podemos obligarles, con la redacción de oportunas leyes, a que no se olviden del interés de todos y restrinjan mucho más sus intereses particulares, que sólo gracias a nosotros pueden satisfacer.

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