No lo tenemos muy fácil que digamos

No lo tenemos muy fácil que digamos; ya no digo en estas elecciones donde la intención del voto está tan escorada a la derecha.
Escribo que no lo tenemos muy fácil, parece, de aquí para adelante, es decir, en bastantes años, sobre todo el pueblo más llano, porque los de frac, los que calculan bien dónde apuestan o invierten, eso puede que lo tengan un poco más fácil, los que están dispuestos a salvarse individualmente sin concesión alguna a los demás.
Es decir, ¡narices!, a ver si sé expresarme mejor: lo tenemos crudo, a lo que parece, la mayoría del género humano, y claro, vamos a echar mano del refrán popular: «el pobre se lleva la peor parte». Esta afirmación casi estaba olvidada en los pasados años de optimismo, donde el capitalismo parecía victorioso plenamente, tras la caída del Muro de Berlín, como sistema que superaba casi todos los problemas sociales: nos daba a casi todos, los del -mal llamado- «primer mundo» sólo, claro, todo tipo de servicios, incluso segunda vivienda, ordenadores, todo tipo de disfrutes e incluso buena dosis de relajación digamos de costumbres.
Pero las cosas han cambiado en cuestión de tres años: se derrumbó el castillo de naipes. Una de las primeras cartas en caer fue el montaje de las «subprime» en EEUU y después lo demás.
¡Bueno!, afortunadamente todo no ha caído aún: aunque igualmente parece que hemos rebasado el «punto de no retorno ecológico», pero aún podemos respirar. La producción de petróleo parece que llegó a su cenit, pero se quema gasolina o gasóleo como nunca.
Sin embargo, las condiciones de vida se están endureciendo y ahí es donde ahora el pobre, una figura que vuelve a resurgir en el horizonte de las sociedades «avanzadas», vuelve a tener más que perder que nadie, y en general el pueblo llano digamos con cierta imprecisión perderá más que ese uno por ciento de la población mundial que ostenta el 40 por ciento de la riqueza: ¡qué fuerte!, cuando gracias al pueblo llano este uno por ciento ostenta esa riqueza, porque las fortunas no se amasan si no es con trabajo, con el ahínco de los obreros en general. Marx veía claro que sólo el más desfavorecido, como quien menos tiene que perder, apuesta decidido por el cambio de cosas, y sin embargo nosotros constatamos en los albores del siglo XXI que la conciencia de las cosas ha desaparecido incluso de las cabezas de los más desfavorecidos: ellos van y votan a los partidos de sus patronos. Mal negocio para intentar cambiar las cosas, ya no digo que con sangre y fuego, sino asociándonos, manifestándonos, dejando claro que no estamos dispuestos a ser desmantelados.
Salvar la humanidad, preservarla de los males que pueden avecinarse o se están avecinando ya, en forma de graves problemas medioambientales, escasez de recursos, excesivo crecimiento demográfico y control de la riqueza por unos pocos, es algo que no emprenderán los mejor situados sino que será una exigencia reclamada viva y claramente por la inmensa mayoría que ahora parece quedar postergada cada vez más, una vez que se debilita a los Estados que la tutelaban.
Resuenan en mis oídos las palabras de Santiago Carrillo allá por los 80, y eso que se trataba de una década más o menos dorada, en el único mitin que le escuché: «¡el trabajador que es de derechas es tonto!». A pesar de tanto deleznable en regímenes de izquierdas tipo Cuba o la antigua URSS, como siempre nos decimos todos, parece que el capitalismo desplomado es aún peor; y si no tiempo al tiempo. Ya comienza a gustarnos poco la situación. Sin embargo, no se nos ve reaccionar con valentía, señalando que deseemos un claro rumbo, organizarnos mejor y no en torno a la mayor libertad para los que más esquilman. Lo estamos viendo todos los días; aparecen bastantes artículos en prensa o posts en diversos blogs; incluso hay amplios grupos de personas que se autocalifican de «indignados», que señalan cómo es indefendible que se reaccione a la debacle económica con endurecimiento de las políticas sociales. Incluso es fácil escuchar en los telediarios cómo el haber alcanzado ya la cifra de siete mil millones de personas no debe empujarnos a entonar ningún canto de optimismo precisamente, sino que debe ponernos en guardia, porque puestas así las cosas en breve tiempo necesitaremos tres planetas como este para sobrevivir.
Tiempo debería de ser para desoír a esa derecha que sigue aplicando las mismas recetas que nos han conducido hasta donde estamos: las del impulso del individualismo, del premio a la iniciativa privada como motor de toda riqueza, de fe ciega en el progreso sin límite. Es preciso reglamentar severamente, para el bien general: y decrecer ordenadamente, sin permitir que las altas finanzas sean el criterio del qué hacer. Las altas finanzas, los especuladores, que juegan a prestamistas auténticos usureros.
Esperemos que la mayoría ahora más bien perdedora, o claramente perdedora si incluimos no sólo al -mal llamado- «primer mundo». El mismo Marx apuntaba que las propias contradicciones del sistema capitalista lo revientan y es lo que está aparentemente sucediendo; y decía que ese era el momento de desmontarlo. Mucho sabemos hoy, hemos acumulado tanta experiencia que nadie desea una revolución que pueda conducir a regímenes igualmente incómodos para la humanidad: pero algo en serio deberíamos de hacer: unidos, utilizando la cabeza, con tesón, para buscar mucho mejores maneras de hacer las cosas, más allá del neoliberalismo salvaje en que hemos terminado cayendo casi sin darnos cuenta. Bueno, quizá habría que decir mejor: «sin muchas ganas de darnos cuenta».

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