La de las relaciones capitalistas, sobre todo al no verse apremiadas por el pasado fuerte del Socialismo del Este, ni por reivindicaciones de una bien organizada clase obrera. Ahora, aun en crisis, y más aún por ello, el capitalismo campa por sus respectos, al trote, deshaciendo mucho más que haciendo, dándose prisa por desmadejar el ovillo que antaño tejió quizá muy a su pesar y que ahora ignora sin hipo alguno.
Igual o aún más paradójica la pasividad de las clases menos pudientes ante ese desmantelamiento, principalmente de sus recursos, servicios y derechos, aunque mucho se ha escrito para explicar esa paralización. Las masas, las que aún viven con cierta holgura, se aferran al mínimo bienestar alcanzado. Una pasividad labrada hábilmente por el sistema y sus medios de comunicación, su forja de ilusiones mediante la publicidad constante y la falsa recompensa al consumo, generando solamente valores superficiales: eres feliz si tienes el máximo de objetos que se te ofertan, tan fáciles de alcanzar en teoría. La felicidad como logro individual, derivado de seguir patrones parecidos cuyo núcleo esencial es: ¡compra!, ropa, tecnología, coches, viajes…
Por lo demás la cabeza puede estar perfectamente hueca. Incluso es lo más aconsejable para que la cadena se desplace a velocidad adecuada, de forma que la suma de esas felicidades aisladas sostiene todo el entramado, al garantizar el movimiento del capital. Pero si la satisfacción no es general, ni los beneficios revierten en todos, el sistema no sólo deja de ser moral, probablemente pueda dejar de ser viable, al menos será insufrible para muchísimos.
Si a este nirvana, suma de mezquinas felicidades individuales, le sumamos la habilidad política de restar importancia a las necesidades del trabajador, el arte de ningunearlo constantemente, de ningunear incluso igualmente a quien no trabaja -ningunear pues a casi todo hombre-, y el arte de velar los daños colaterales de la producción desmedida sobre el entorno, más esa facilidad para crear discursos en que lo esencial es el individuo, cada cual por su lado, tenemos justo el espacio en el que estamos; una inmensa siesta durante la que se nos birla el bocadillo y bostezamos diciendo: “bueno, ¡me queda el smartphone!”
El sistema social, de dimensiones prácticamente globales, ha generado individuos, conciencias separadas entre sí, sólo unidas en un fin común: la búsqueda del placer cada uno por sí, aunque de vez en cuando nos arracimemos en grupúsculos o en cantidades mayores, como ante un “evento”, deportivo, religioso, o similar. Pero más allá, carecemos hoy de la habilidad para caminar codo a codo, como no se produzca una catástrofe, en que ya el Estado apenas sí puede responder. Viene bien aquí aquella maravilla de poesía de Benedetti, cantada por Nacha Guevara en que, contra el individualismo inoperante, se decía:
“Si te quiero es porque sos mi amor,
mi cómplice y todo,
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia”.
No se trata de defender el rebaño, que nada sublime elabora; ni la masificación donde, decía FREUD, descendemos a lo más ancestral, evaporándose los logros de la cultura. Pero sí de superar esa excesiva granulación que sistémicamente nos atenaza y tender puentes entre nosotros mismos. Cierto que echamos de menos formaciones más atrevidas, defensoras del interés de todos los ciudadanos, en nuestro espectro político que puedan vehicular relaciones más justas; pero también lo es que la solidaridad y la contestación ayudará a incubarlas. El triunfo de Merkel en Alemania no prueba que esas formaciones más justas sean extemporáneas; sólo prueba que ese ambicioso país está dispuesto a seguir alimentando un sistema social que a ellos tanto favorece; exportar esa sensibilidad política es inconsistente, porque implica que la mayoría vote contra sus propios intereses; vote la continuidad de situaciones altamente injustas. Ésta es precisamente la alienación, siempre por desgracia posible, la misma que el sistema se preocupa muy mucho de generar, como todo un imaginario que parece procurar los intereses de un colectivo, pero que realmente lo despistan y atenazan como falsa salida; ideas y prácticas que incluso benefician más al antagonista social.
La urgencia en tender dichos puentes de comunicación entre individuos alejados, en hacerles ver sus verdaderos intereses, no debe ser puesta en tela de juicio, con las alienantes consignas sobre que “estamos superando la crisis”, o que “vamos a recoger los frutos del gran esfuerzo”. El individuo puede saber perfectamente todo lo que se ha perdido en el camino: mucho, aunque se quiera ocultarlo y que continúen en el engranaje los que aún puedan; mas el grado de insuficiencia e insatisfacción, el deterioro de las condiciones ambientales, apenas son recuperables y deben hacer que tomemos conciencia y caminemos codo a codo contra todo canto de sirena que siga vendiendo sin más unas relaciones capitalistas cada vez más draconianas, o contra la alienante sospecha de que la vida política es siempre infructuosa para el pueblo..
Antes de ocultar los horrores que tantos padecen por el desenvolvimiento de un sistema indecente, pongámoslos sobre la mesa y avancemos codo a codo, sin violencia, pero con total decisión; siendo positivos pero no gozando por separado de la vida, sino con conciencia de clase social, la de los jóvenes, trabajadores, aún no trabajadores, pensionistas, que no explotan al prójimo, sino que exigen condiciones justas de vida, servicios adecuados, porque todo ello es posible, organizando la sociedad según este justo fin, y no encaminada a las faltriqueras de unos pocos.
Publicado en La Opinión de 12 de Octubre de 2013.