¡Feliz Navidad!
Hay en este deseo un sentimiento más infantil que otra cosa. De pequeños estos días eran verdaderamente entrañables, familiares, llenos de ensoñaciones, de sana alegría, sin la competitividad ni el fiero individualismo actual. Tampoco se vivía el pleno sentido de la fiesta tal como lo concebían los antiguos cristianos, porque pocos reflexionábamos sobre las grandes verdades que el misterio del nacimiento de Jesús encierra: un niño pobre que simboliza más verdad que todos los ricos y sabios del mundo.
No es que de pequeños estubiéramos totalmente interesados por este mensaje: pero ahora menos que nunca. Ahora está claro: los pobres son esos seres que apenas si son humanos, y por eso poco importa en qué estado se encuentren; son pobres: “¡que se jodan!” se llega a gritar en un contexto muy similar a este en el Parlamento. ¿Son pobres? Pues que esperen las migajas de arriba, qué esperen a que esto prospere, que sepan tener paciencia, que lo estamos arreglando: nadie tiene culpa de que no hayan sido más listos o mejor ayudados por la benevolencia divina: por algo será.
Bueno, quizá haya algunas señales de que la superioridad quiere inculcarnos ese sentido trascendente, alejado de todo consumismo, del rodar de monedas para engrosar cuentas que a su vez, mediante la pura especulación, seguirán engrosando y destruyendo vidas. Parece que ese es el sentido de la supresión de la paga extra de estas fechas a tantos españoles. Y es que ellos saben muy bien lo que hacer y cómo debe hacerse para recuperar el genuino espíritu navideño y para que la cosa dé sus frutos muy pronto. Esto es como lo de crear puestos de trabajo dándole a los más ricos la posibilidad de despedir a gusto y de evadir cada vez más impuestos; esto va a dar sus frutos, naturalmente; si el rico camina más cómodamente soltando la mano del pobre pues la tendrá más libre para meterla en el bolsillo y echarle alguna limosna; bueno, probablemente ni eso.
Está claro: seguimos perdiendo puestos de trabajo a chorro, pero eso es culpa de Zapatero y de cómo dejó las cosas: ¡qué gran poder el de Zapatero, que ha empobrecido a medio mundo, a casi toda Europa, y en sus siete años ha cambiado la faz del planeta, ha originado la mayor crisis vivida en siglos.
Lo que está más claro es que hemos aprendido, sin duda, a tragar y tragar: es una manera de sobrevivir, siendo como es muy sospechoso que para arreglar los grandes desmanes de Zapatero o el demonio, estemos siempre limando por abajo, cargando la responsabilidad de levantar el país sólo sobre los hombros de los más débiles: este es el sentido navideño también que se nos quiere inculcar quizá, con la aquiescencia del papado alemán que tan maravillosamente nos asiste. No en vano también alemanes son los que nos exigen a los del Sur hasta el último euro de una sospechosa deuda, que principalmente es de los bancos, y se nos la exige a nosotros, dejando casas, dejando bocado, empezando a carecer de la sanidad y la educación que tenemos por derecho, y porque logramos levantarlas así .
Sí, este es el espíritu navideño, levantado por alumbrados chispeantes acá y allá con símbolos vacíos, cacareado en las televisiones, junto a espacios verdaderamente deleznables, con abuso del sexo como tema que hace de gran cortina de humo, y el mismo deporte idem de idem; porque qué diferente es esforzarse tras un balón a observar en un sillón los movimientos de otros, generalmente bien atiborrados.
En estas circunstancias, aun no siendo muy fervorosos, entran ganas frecuentemente de canturrear esta letra de la Misa Campesina de hace unas décadas, nacida en una Nicaragua políticamente muy comprometida, y en el seno de la siempre poco suficientemente aplaudida Teología de la liberación:
“¡Cristo Jesús!: identifícate con nosotros, no con la clase opresora que explota y devora la comunidad; sino con el oprimido, con el pueblo herido sediento de paz.”
Sólo un pero a esta letra. Si Cristo está por algún lado –y si está a mí no me estorba para nada-, ¿habría necesidad de pedirle que así se decantara? No sería necesario porque su posición es bastante clara, a tenor de las palabras vertidas en los evangelios que damos por buenos; sólo que el pobre tiene derecho a desconfiar: ha estado ya demasiadas veces dejado de la mano del propio Cielo. ¿O es que queremos hacer de Dios el autor de lo bueno y exonerarle por completo, por completo, de toda responsabilidad en lo malo? Demasiado agustinianos somos cuando queremos: no existe el mal, es ausencia de bien, de Dios; pero amigo, en esto hay al menos cierta insuficiencia divina, imposible de admitir; ¿no? O una permisividad divina que torna al sistema inconsistente.
Y es que el sistema es quizá mucho más sencillo que todo esto: el sistema que debe funcionar es el de que todos los hombres somos iguales, con los mismos derechos y deberes: y nunca se olvide esto. Y a partir de esto hay que reedificar o aun volver a edificar desde los cimientos. Este es el verdadero sentido de la Navidad, no el de la tele, la bolsa y los grandes almacenes: y cuando esto sea así: todos los hombres iguales en derechos y deberes, podremos hablar con autoridad, podremos ser “felices”, o al menos podremos respirar, que esto de la felicidad parece también de cuento incluidas las perdices, podremos volver a desearnos ¡feliz Navidad! Mas mientras, el discurso de la Corona o cualquier formulación más o menos brillante, en la Plaza del Vaticano, en Berlín, o en Moncloa es vacuidad, que sigue sirviendo a los intereses de los más fuertes y despiadados.
Con todo, habremos de desearnos, esperando no verter acá pura retórica: que tengamos una navidad lo menos mala posible, en el deseo de que sepamos encontrar las más justas, poco a poco, pero sin pausa.