Rubor me produce escribir todo lo que sigue, porque supone la inclusión de un elemento bastante dudoso: la reflexión difícilmente neutra de unos cuantos en representación de todos, en un tiempo de impass difícilmente pensable; algo que no casa mucho con el pensamiento político actual. Ese tiempo sería un tiempo excepcional. ¿Pero es que no parecen excepcionales las circunstancias que estamos viviendo desde estos últimos años? Y por otra parte, ¿no están causados nuestros padecimientos más por el sistema, por instancias supranacionales que nacionales? ¿Y no nos rigen estas más inmediatamente que nuestros propios gobiernos? Sólo esto rebaja algo mi pudor, aunque yo mismo no concedo a estas líneas mucha seriedad. Se trata de un ejercicio relativamente desenfadado -hasta donde la cosa lo permite-, pensado sin mucho rigor, más con el corazón que la cabeza; un deseo inocente más que una petición de principios. Incluso puede que no sea el único con mucho que haya pensado tal en estos tiempos que corren: el deseo de que las cosas por fin cambien para bien de una forma así de fácil, así de difícil.
Bueno, me atrevo a comunicar mi elucubración. Me digo, mientras escucho en RNE otro desplome de las bolsas europeas, ante la posible bancarrota de Grecia:
Los mercados: son el nuevo Dios, en aras del cual quemamos todo lo que implique estado del bienestar; Dios al que hay que entregar todo tributo, mucho más que diezmos. Como si funcionar las sociedades fuera tan sólo pagar deuda.
Desde luego hoy día los mercados son quienes rigen la marcha de las cosas, su tiranía la que nos hace sacar la lengua exhaustos, los que imponen las decisiones de gobiernos y parlamentos que tiran a matar contra sus ciudadanos sin temblarles la mano. Y los mercados son los que, sin saberlo ellos, les mueven inconscientes a votar y legitimar a esos gobiernos y parlamentos que les machacan sin cesar.
Y todo porque santificamos la idea de que los mercados nos salvan, cuando directamente a quienes salvan esos mercados es a cuatro señores, y bien que los salvan, salvan a cuatro y nos pierden a todos. Arrodillarnos ante los mercados supone el empobrecimiento constante de la mayoría, supone ensuciar el planeta paso a paso, supone seguir montándonos en los hombros del tercer mundo, pero todo eso da igual: lo importante es que los mercados se satisfagan constantemente, cuando sólo muy indirectamente nos benefician: ¿cuando?, cuando al prestarnos permiten que las empresas funcionen, aunque no prestan por un gesto de buena voluntad sino buscando su beneficio.
Y Benedicto, al visitar España no se ha sentido celoso de ese Dios, no ha criticado para nada el culto al becerro de oro, no ha hablado de lo complicado que es que un camello pase por el agujero de una aguja, no se ha comprometido en definitiva con el pobre como hacía su Maestro… Doce discursos, doce rodeos para no hablar de la difícil situación actual de la humanidad ni de los puntos del evangeliario que más podrían ayudar a emancipar al hombre. Otra claudicación más ante los mercados.
¿Cómo puede hoy emanciparse el hombre? Pues pienso que no con más de lo mismo, no remozando el neoliberalismo, que lo está sumiendo en la gigante miseria que va asolándonos, que esquilma el planeta, sino estrujándose el cerebro para encontrar nuevas soluciones, nuevas maneras de relacionarnos económicamente. ¡Oiga, esto quizá no sea tan difícil!, somos capaces de construir ingenios técnicos increíbles, levantamos obras de arte verdaderamente admirables, ¿no podríamos organizarnos también de una manera un poco más admirable? ¿O será que esto no interesa -«interés», palabra con connotaciones económicas- y por eso seguimos transitando por la misma vía?
Ya, ya sabemos que es difícil partir de cero, que parar este tren en marcha es harto complicado. Pero lo peor es no tener ni siquiera la voluntad de buscar nuevas soluciones. Si quisiéramos, ¿por qué no congregar a todos los estudiosos posibles durante el tiempo que haga falta -el Vaticano II duró tres años- para que delineen un mundo más justo?, porque es cierto que la tarea de pensar algo así como otro orden no puede competer a unos pocos. Sí, lo que estoy defendiendo -quizá desde la mayor de las ingenuidades- es que encaremos una «cumbre de expertos» que tengan claro que el sistema actual está agotado y sólo nos lleva a la ruina, en la que se diseñe un nuevo orden y los caminos para transitar hacia él; un nuevo orden donde lo prioritario sea el bien común, el de todos los hombres, que vuelva a realizar el ideal de la igualdad, fraternidad y justicia.
Creo que parar ese tren es más ventajoso que el que nos arrolle o se estrelle y creo -con una fe racional- que plantándonos en la calle las veces que haga falta y votando a formaciones políticas que no hagan sin más concesiones a los mercados podemos generar el clima, no violento, para que el tren se pare. Y entonces, será posible, sin guillotinas ni Robespierres al uso, sentarse a trabajar por un mundo habitable para todos. Salir a la calle e introducir esta petición en los partidos más cercanos a la idea del bien común, de la emancipación de todo el genero humano, por encima del poder del dinero y los mercados.
Sí, muchas veces doy en imaginar esto, una especie de concilio, no de purpurados, sino de personas preparadas, de tantas universidades del planeta, como sea posible, que diseñen la manera más adecuada de superar lo que ya empieza a tener pinta de callejón sin salida.
¿Y en este proyecto casi onírico donde quedan las etiquetas de «izquierda o derecha»? No lo sé bien; creo que ese postular la defensa del bien común, o del interés general apuntaría más a la izquierda, pero lo más importante del asunto es que la tarea toca a todos; los estudiosos congregados para tal gigantesco diseño deberían ser humanistas y técnicos más que políticos al uso. Por ejemplo, el modelo del Decrecimiento propuesto por el señor Latouche y otros no es estrictamente un modelo ni de izquierdas ni de derechas, aunque es cierto que en cuanto que rompedor de la dinámica actual estaría más fácilmente defendido por la primera tendencia.
Los políticos, socialdemócratas o liberales, hincan la rodilla ante los mercados, hoy con más pinta de tapete verde que de otra cosa; ergo: obviémoslos y exijamos que expertos de corazón algo más limpio discurran con seriedad lo que al hombre y a su planeta convienen, y siempre guiados por la razón, sin hacer concesiones a mito alguno, ni de la «pachamama» ni de María Santísima: si ella mora en el cielo vera con buenos ojos ese trabajo humano que busque el bien de todos.
Que las relaciones económicas han cambiado a lo largo de la historia es algo obvio: no son las mismas en sociedades tribales, el mundo antiguo, el feudalismo, la burguesía ni aun en el neoliberalismo actual. Sí que debo conceder que tales cambios nunca fueron originados en cumbres concienzudas de dos o tres años de duración, pero quizá la urgencia de nuestra situación justifique al menos el soñar con ello.
¿Utopía? Puede que desgraciadamente sí. ¿Solución inviable? Es muy posible, pero yo entre tanto no pienso dar mi voto a partido socialdemócrata o liberal que se precie, no consiguen realizar plenamente al hombre y últimamente parecen empujarnos sin más por ese callejón sin salida.
Y hasta aquí lo que quizá desgraciadamente no sea más que un sueño. Ustedes perdonen.