Érase que se era,
un país en el cuál se celebraron elecciones en diciembre y hubo que repetirlas en junio, como si sus fuerzas políticas estuvieran en empate técnico.
Y este país, tan acostumbrado al fútbol, ganador recientemente de copas mundiales a base de dar patadas a un balón y mover tantísimo dinero, pagando primas desorbitadas y enchufando cámaras horas y más horas, manteniendo a sus ciudadanos como bobalicones ante televisores cada vez más gigantes en las casas donde pueden tenerlos y pagar el correspondiente recibo de luz, se enfrentaba de nuevo en su propia casa a poner a tales fuerzas nuevamente a prueba, jugando un nuevo encuentro de todos sus ciudadanos, nuevamente llamados a las urnas. Solo que no todos los ciudadanos concurrían: unos pasaban de acercarse a ellas pensando que no merece para nada la pena, que es mejor seguir viendo fútbol y dejar que los políticos se repartan la tarta mientras ellos se siguen jalando lo que puedan. Muchos se acercaban a las urnas para seguir votando a los mismos que destruyen sus condiciones básicas de vida, y repetían pensando que es preciso mantener estas malas condiciones antes que caer en otras peores, y se creían todos los embustes acerca de un tal “coletas” o se acojonaban ante el rabo y los cuernos de quienes eran llamados “los rojos”.
Y sólo unos pocos estaban convencidos de que era preciso ser valientes e intentar romper el sortilegio, por el bien de los hijos de este triste país; convencidos de la necesidad de desempatar a favor de la cordura y la defensa de la honradez y el bien común.
A estos últimos ciudadanos, que con frecuencia se les veía actuar valerosamente en las redes sociales, comparecer en las manifestaciones, aunque estas últimamente iban menguando por la astucia de los gobernantes, -que hasta “en funciones” se permitían hacer todo lo posible para que tales se celebraran lo menos posible-. La mayoría de los demás, dormidos a la sensibilidad de lo social en pro de un individualismo ramplón e incomprensible, se complacía en tacharlos de cansinos, “quijotes” sin remedio, cuando no de ciudadanos impresentables y acabados.
Hete aquí que llegó el día y el país desempató a favor de un nuevo horizonte, convencido de que las cosas no iban a mejorar de la noche a la mañana, pero que al menos el tino y la dignidad volvían a ganar el sitio que nunca deben perder.
Qué bonito sería que algo así pueda suceder: ¡y puede!
Bonito que, sin tanda de penaltis, la fuerza de la lucidez abriera la posibilidad de un ensayo que devolviera el ánimo, que permitiera que este mundo respirara algo mejor, no fuera a la ruina más completa conocida tras la extinción de los dinosaurios. Y que tal ejemplo cundiera en tantos otros lugares, de un mundo cada vez más dramático en las manos de los señores de levita y cuello alto, de los orgullosos, los ricachones babosos y engolados, los falsos.
Entonces está claro que comenzaría un trabajo casi febril en pos del anhelado bien para todos y no para unos pocos, de la reconstrucción de valores humanos, donde el “demasiado” no cabe, si humano vuelve a ser sinónimo de grandeza, de limpieza, de inteligencia.
Qué bonito mirar a la tele, para contemplar, en su superficie cristalina, ese triunfo, ese deseado desempate, a favor del trabajo honesto, de lo realmente valioso, y no del oropel y la vanidad de vanidad que solo a unas pocas bocas alimenta.