Cartagena plagada de desfiles; desfilando desde hace tantos siglos, con o sin elefantes; temblando a la par de los redobles del tambor: religiosa y marcial, marcial y religiosa; llegando a lo sublime en estos días todos los años desde hace cuatro siglos; sobre todo, en la procesión del silencio, en pleno centro de la semana: ahí el tambor enmudece y se escucha todo el cristal en sordina, en la cima de los hachotes, en las cartelas de los tronos.
Gente que mira inquieta por doquier, a la llamada de los cohetes –sólo los buenos sintetizadores pueden imitarlos debidamente-; mesnadas interminables de californios, silencio tan sólo tres horas de una noche. Y los marrajos rehaciéndose de nuevo, intensamente, llenándo todo, debajo clamando la rebeldía contenida del cartaginés. Salves, piquetes recordando lo militar subyacente, y más pólvora, aunque desde luego esta estalla muchos siglos después de Qart Hadasht, pero signo de la misma incontención, como la que surgió también de madrugada un 12 de Julio.
Un ciego reverente así percibe más o menos el paso del enmudecido tambor, las filas ordenadas de penitentes y un imponente trono en el desfile del silencio, adivinando todo lo demás: tienes casi dos minutos logrados sólo con síntesis, sin muestras reales, para que lo vivas en alguna medida.